Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba…

Entro a mi salón de práctica, abro la puerta y el constante aroma a incienso me lo recuerda: ya estoy aquí. No importa cuán cansado llegue, con cuantas ganas, ni con qué dolores: abro la puerta, miro el salón vacío, blanco, silencioso y sólo respirar su aroma me lo recuerda: ya estoy aquí.
Lo mismo me pasa cuando voy al templo. En medio de la ciudad, la calle ruidosa, transitada, llena de contradicciones es como mi mente agitada. Entonces atravieso las enormes puertas de madera del templo, miro hacia adelante la enorme nave, la luz que atraviesa los altos vidrios de colores, el altar, los bancos y otra vez el silencio, otra vez ese aroma a templo me lo recuerda: ya estoy aquí.
No importa si es en el salón vacío y blanco o en el templo lleno de imágenes, bancos y altares. Ambos lugares me lo recuerdan. Son el espacio físico donde empiezo el viaje de regreso a casa cada vez, varias veces a la semana, incluso varias veces al día. Me pregunto muchas veces si la meditación no será simplemente eso: reconocer el lugar a donde comienza nuestro viaje de regreso y luego dejarse conducir, sin interferencias, sin falsas creencias, sin dogmas ni doctrinas. Simplemente saber que nuestro dolor no empezó en aquella sencilla distracción (cuando contestamos mal a alguien, o no supimos responder con firmeza ante una exigencia del ego), ni tampoco con aquel dolor que parece quebrarnos ante la pérdida de un ser querido o ante la enfermedad del egoísmo del que a veces somos capaces.
Quizás la meditación sea sólo eso: reconocer dónde comienza nuestro viaje cada vez, cada día incluso, a cada hora. Y entonces desde allí con reverencia comenzarlo también cada vez, cada día y a cada hora.