Hace más de 2 mil años, Jesús caminó por la tierra en un pequeño país de oriente y su personalidad cautivó a cientos de personas. Aquél maestro joven, itinerante, sin linaje conocido, que para compartir sus enseñanzas, prefería el “ágora” a los recintos cerrados de los templos, compartió uno de los caminos más hermosos y completos hacia la libertad. Luego…la historia, la vida transformada en doctrina, sus palabras forzadas a decir lo que no dijo…nuestra humanidad llena de temor y mediocridad.
Pero muchas cosas se mantienen hoy presentes de aquél Jesús de Nazaret. Aún mantenemos fragmentos importantes de sus enseñanzas, una impronta de su andar por la vida, aún tenemos, a nuestra disposición, el aire fresco de su compasión, de su libertad, de su forma completamente humana de vivir libre de toda atadura. Por ejemplo, a mí siempre me impresionó un episodio retratado en una conversación al inicio de su vida “pública”. Se dice que mucha gente se entusiasmaba con lo que este maestro proponía y querían seguirlo. Pero él no se dirigía hacia ningún lugar físico en concreto. No iba a un templo ni a un país, ni a una región. Su itinerancia era para mantenerse libre de ataduras y entonces dirigirse cada vez más a la tierra de la libertad interior y del amor completo. Entonces ocurrió que muchos le decían que estaban listos para seguirlo y en una conversación retratada en el evangelio, Lucas cuenta que alguien le dijo a Jesús que iría a enterrar a su padre primero para luego seguirlo y que Jesús le respondió: “deja que los muertos entierren a los muertos”.
Esta conversación me ha acompañado muchos años en mis reflexiones, y aún no la acabo. Hoy comprendo un poco más que hace 20 o 25 años, y entiendo el significado de “mi padre” en aquella cultura hebrea de entonces. “Enterrar a mi padre” podría ser -incluso hoy para nosotros- cerrar mis asuntos familiares, cerrar mis compromisos, atiendo mis obligaciones y después voy… ¿podemos ver de qué manera nuestra forma de vida pesa sobre nosotros? ¿podemos ver cómo, nuestra forma de vida, supuestamente querida por nosotros porque nos hace las cosas más fáciles, nos demora, nos frena y se convierte en el único obstáculo? ¿Cuántas veces decimos, quiero ir hacia allí, quiero descubrir, quiero comprender, quiero soltar…pero primero tengo que tener tiempo, acabar con esto que estoy haciendo, cerrar mis cuentas, que mi familia me entienda…y no nos damos cuenta que quizás allí, en todo eso, está la raíz de nuestro sufrimiento.
Dejar de mortificarnos
Fehacientemente creo que la espiritualidad de hoy, debe incluir esa premisa: dejar de mortificarnos. No podremos llegar a ser si no tenemos la experiencia de que ya somos. Y ese ya somos no es desde el ego que nos dice que ya somos eso que perseguimos y que no necesitamos pulirnos, ni mejorarnos, ni trabajar en nosotros mismos. Se trata de que si seguimos corriendo detrás de ideas sólo obtendremos ideas. Si el autoconocimiento es sólo un ideal, no nos dará otra cosa más que ideas. El ideal, tratar de ser mejores, nos mortifica porque la realidad es que luego nos demoramos, nos distraemos, ponemos excusas. Pero también nos mortifica la voz del ego que nos dice que ya somos ese ideal…porque a la vuelta de la esquina nos vemos tan egoístas y mediocres…
Lo que nos mortifica verdaderamente, es lo que está en el piso de esa estructura falsa que hemos construido acerca de quién es que somos y qué necesitamos para ser felices: nos mortifica la dificultad para poder ver. Si pudiésemos ver completamente y escuchar completamente, entonces veríamos la belleza de la mente, de las personas, de la vida misma y no tendríamos necesidad de odio ni competencia, ni de robar, mentir o manipular.
Si pudiésemos ver que somos anónimos en una multitud, si pudiésemos ver que cada uno se encarcela en su propio status social y cultural desde donde se defiende, si pudiésemos ver que en verdad nos armamos y nos defendemos contra el verdadero contacto humano, si pudiésemos ver que solo nos entretenemos porque el silencio y la quietud nos abruman, entonces nuestro hacer, nuestro pensar y nuestro decir sólo crearían orden y armonía.
¿Quién no?
Si estás leyendo éstas líneas es porque como yo te interesa el autoconocimiento. Y como a mí, te habrá pasado que te hiciste la trampa al solitario muchas veces. Huiste de la experiencia personal, te aferraste a las sensaciones espirituales más que a la experiencia espiritual y buscaste una experiencia porque tu interior te aburría… Humildemente creo que es necesario integrar más en nuestra vida diaria la experiencia de la soledad. No preguntarnos tanto cuántos somos sino, si uno está ahí. No interesarnos tanto por cuánto sabemos sino por cómo vivimos.
Una chispa de libertad. Una chispa de compasión.
Volvamos un momento a la conversación de Jesús con aquél que le dijo que lo seguiría pero que primero le permitiera resolver unos asuntos:
Aquél hombre pensó que si resolvía el asunto de “enterrar” a su padre podría estar libre entonces para seguir a Jesús. Salgamos un momento de lo anecdótico y pensemos: ¿y si la conversación se refiere a que no es posible resolver ambas cosas por separado?
Quizás debamos caer en la cuenta de que no vamos a dedicarle más tiempo a la meditación mañana cuando tengamos más tiempo y menos compromisos, cuando estemos menos cansados o nos hayamos jubilado. Para romper la cadena de sucesos y creencias que nos atan al sufrimiento necesitamos hacer algo nuevo, porque si seguimos haciendo lo mismo, no sólo no nos liberamos sino que reforzamos esa cadena que nos ata. Necesitamos dejar de pertenecer al pasado. Darle la bienvenida a la soledad, a la investigación en uno mismo. Mientras los ideales nos hacen mirar lejos, el camino del autoconocimiento nos invita a mirar lo cotidiano, el paso a paso, nuestra relación concreta con el sufrimiento y lo que lo causa.
Ahí está la chispa de la compasión. No se trata de “ser buenos”, sino de que vivir en lo cotidiano e intentar honestamente no producir ni participar de forma directa o indirecta con el sufrimiento, es una clara invitación a la compasión, no como un bello ideal sino como una profunda realidad concreta.
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