Este año, cumplo 18 años practicando yoga con niños y he decidido que este ciclo ha llegado a su fin, (una mezcla de paz por una linda tarea realizada con las mejores intenciones de la que he recibido tanto y un sabor por momentos algo amargo…un cierre, un final,una despedida, lo que nos cuesta tanto: aceptar los finales). Días atrás mientras esperaba en el salón de práctica que se cumpliera la hora de inicio miré por la ventana, exactamente desde el mismo lugar donde siempre entre clases o al llegar o al retirarme vuelvo a mirar desde hace tantos años. Y me vi sorprendido porque me encontré en una acción que cada otoño vuelve a atraparme. En la vereda del colegio un árbol se vuelve tan dorado, sus hojas son de un dorado como encendido y entre árboles perennes que no cambian sus hojas el contraste es todavía mayor. Es un canto a la transformación, es una poesía su dejarse ir a medida que avanza el otoño y se acerca el invierno.
Entonces me di cuenta que hace tantos años hago lo mismo en estas fechas: contemplar su maravillosa transformación. Encantarme con la belleza con que se desprende de sus hojas hasta quedar desnudo. Pero esta vez pareció mirarme y pedirme que hiciera también yo lo mismo. Podemos elegir terminar los ciclos, terminar las cosas y aceptar los finales que la vida nos propone también con belleza, con la dignidad de la belleza.
Rogué entonces al árbol que recibía el otoño desnudándose poco a poco, desvistiendo su frondosidad para quedar allí al borde de la vereda flaco, pequeño, desprovisto, aparentemente tan vulnerable… Rogué al árbol que me enseñara su secreto. Cómo volvernos profundos en el dolor, como permanecer. Le pedí que me enseñara como hacerlo.
Luego llegaron los niños y practicamos la postura del árbol y sus variantes, compartimos sobre el equilibrio, la concentración, con la gracia de los niños nos reímos ante los “fracasos” cada vez que alguien se caía. Todo era una fiesta que navegaba entre el silencio y las risas, entra la profunda presencia y el mirar al otro y aprender. (El árbol me estaba hablando).
Luego terminó la jornada, salí caminando y pasé a su lado. Haciendo como que buscaba algo me acerque a su tronco y dándole las gracias por aquellas dos horas de gracia, lo toque tímidamente. Y estuve tentado de llevarme una hoja como recuerdo, pero él me dijo: “no la lleves, las hojas en el piso, ya son del viento”.
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